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lunes, 2 de mayo de 2011

Uno de mis cuentos preferidos -Mil Grullas-

Naomi Watanaba y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo ya era muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo, que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo. Ah...¡y también se estaban descubriendo el uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podrían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
-No tengo hambre-le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenás si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía. -Te dejo mi vianda-y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora del regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi...poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de Junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezaran. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. No siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó Junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...Se fue Julio y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó Agosto!- pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto con sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vívian los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas viejas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejan seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.
-Para cuando termine la guerra...-decía el abuelo.
-Todo acaba algún día...-comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de Agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación ¡Que alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de Agosto escribió sus primeros haikus.


Lento se apaga
el verano.
Enciendo lámpara
y sonrisas.


Pronto
florecerán los crisantemos.
Espera,
corazón.


Después achicó el rollito de ambos papeles y los guardó en una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de Agosto se los pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para enmendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba, Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburrídisimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada 222 puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra. Y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes.
Ocho de mañana del seis de Agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi recuerda a su amigo: ¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora" Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo.
El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Una docena de chicos canturrean por última vez. Cientos de mujeres repiten sus getos habituales por última vez. Miles de hombres piensan en mañana por última vez. Naomi sale para hacer unos mandados. Silenciosa explota la bomba. HIerven, de repente, las aguas del río. Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaarecen árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido. Nadie será ya quién era. Hiroshima arrasada por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, un sol estallando.
Recién en Diciembre logró Toshiro averiguar donde se encontraba Naomi ¡Y que aún seguía viva! Ella  y su familia, internados en el hospital, como tantos otros cientos de miles que también habían vivido el horror aunque ahora el horror estuviera instalado dentro de ellos, en su propia sangre.
Y hacia el hospital marchó Toshiro una mañana, el invierno ya se insinuaba en el aire y el muchacho no sabía si era el frío del exterior o su pensamiento el que lo hacía tiritar. Naomi se hallaba en una cama situada junto a una ventana, de cara al techo, con los ojos abiertos y la mirada inmóvil. Ya no tenía sus trenzas, apenás una pelusita oscura. Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro...-susurró, no bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama -Nunca llegaré a completar las mil grullas que me hacen falta...
Con el corazón encogido, Toshiró contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después las junto cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta. -Te vas a curar, Naomi -le dijo entonces, pero su amiga no lo oía ya: se había quedado dormida. Toshiro salió dee hospital bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el por qué de la misteriosa desaparición de todos los papeles, que hasta ese día, había habido allí.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entres las sombras. Esperó hasta que tuvó la ceteza de que nadie estaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas, extrajó la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. Y así, Toshiro recortó  980 cuadraditos y luego los plegó, uno por uno, hasta completar las mil grullas que necesitaba Naomi. Separó en grupos de diez a diez las frágiles grullas del milagro, y las aprestó para que imitarán el vuelo. Por esa única vez tomó la bicicleta se sus primos sin permiso, no había tiempo, imposible llegar rápido al hospital a pie. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
Entró al cuarto, Naomi dormía, sin hacer el más mínimo ruido, colgó las mil grullas que ahora pendían del techo, Fue al bajarse de su improvisada escalera, cuando advirtió que Naomi lo estaba observando.
-Son hermosas, gracias.
-Hay un millar, son tuyas, Naomi. Tuyas-y abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodia que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas comenzaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermedad también dejó colar, al entreabrir por un instante la ventana.
Los ojos de Naomí seguián sonriendo. Múrio al día siguiente. Un ángel a la interperie frente a la impiedad de los adultos .
Febrero de 1976. Toshiro cumple 42 años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco, establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, en su escritorio siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar. Grullas y más grullas, los empleados, comentan, divertidos, que el gerente debe creer en aquella superstición japonesa.
-Algún día completará las mil -cuchichean entre risitas-. ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospecha, siquiera, la extrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.